En la montaña rusa

Recuerdo bien una experiencia que tuve a los 17 años.  Estaba visitando a unos amigos en México y se nos ocurrió ir al parque de diversiones.  Había estado conversando acerca de mi terror a las montañas rusas: esas serpientes de metal y plástico del tamaño de cualquier rascacielos.  Nos subimos unas cinco veces, según mis amigos para que se me quitara el miedo; pero no funcionó.  Cada curva, cada giro, cada subida y bajada en vertiginosa carrera, me llenaba no sólo de mariposas el estómago, sino que me sacudía de pavor.  No vencí el reto, pero me conformé cuando pensé que no era indispensable para vivir; es más, no era recomendable vivir en una montaña rusa.  Y tampoco lo es, si aplicamos la experiencia a nuestra vida diaria, vivir en una cadena de inestabilidades: subir y bajar, estar bien hoy y mal mañana.  En la vida se necesita estabilidad.

La inestabilidad puede observarse en muchas de nuestras acciones y actitudes.  Se nota en la gente que cambia de sentir o parecer según los estímulos externos.  También aparece en aquellas personas cuyas emociones fluctúan, sin razón orgánica aparente, y su estado de ánimo depende de lo bien o mal que les va. 

Otra faceta de la inestabilidad se ve en personas que se acostumbran a funcionar en los extremos y llegan a pensar, se convencen, de que es la única forma de disfrutar la vida.  Tal vez se nos ocurre que esto es común sólo en los ejecutivos o personas muy ocupadas, que manejan negocios o se dedican a labores extremas, como los deportistas.  Sin embargo, esto es más usual de lo que imaginamos y se puede encontrar esta tendencia  en cualquier persona.  Lo que caracteriza a estas no es el tipo de trabajo que se haga, sino los rasgos de personalidad combinados con las experiencias de vida.

Es muy importante comprender que la inestabilidad no tiene que ver con hacer las cosas de manera emocionante, sino más bien con inseguridad.  Los seres humanos vamos cimentando nuestra manera de ser en la seguridad que nos reflejan nuestros padres, o primeros cuidadores; en la identidad que sabemos tenemos porque somos seres intencionales, amados,  que pertenecemos a una familia, a un grupo social, a una patria.  Aprendemos nuestro ser y nuestro lugar en el mundo.  Cuando esto ocurre de forma saludable, crecemos sintiéndonos seguros, nos apreciamos a nosotros mismos y encontramos satisfacción en lo que somos y hacemos.

Por el contrario, cuando al crecer no se nos refleja este sentido de seguridad e identidad, podemos ir buscándola por todas partes.  Esto sucede en casos, por ejemplo, cuando el abuso durante la infancia distorsiona  el sentido de ser;  o cuando los niños atraviesan su infancia en un ambiente de cambios que no se les explica: mudanzas varias, cambios de escuela, divorcio de los padres, etc.  Una identidad fragmentada busca, indefectiblemente, encontrar una sensación de integridad, de plenitud.

Vivir en la montaña rusa es, entonces, experimentar la vida como una sucesión de inestabilidades internas, de sentimientos de inseguridad, de la necesidad de encontrar fuera de nosotros algo que nos haga sentir completos, con sentido de identidad y pertenencia.  De ahí la búsqueda; la constante demanda de la aprobación de otros; la inseguridad en las decisiones que se toma; la tendencia a que las emociones gobiernen el sentido; de ahí los cambios en la vida como una constante que nos deja una sensación de vacuidad, de insatisfacción y, muchas veces, de temor.

¿Qué se puede hacer para evitar la inestabilidad?  En primer lugar, y como siempre afirmamos, es menester reconocer si tenemos la tendencia a ser inestables: ¿Cambiamos de carrera con frecuencia? ¿Pasamos de una pareja a otra con extraordinaria facilidad? ¿Se nos cae el ánimo cuando la opinión de los demás nos es contraria? ¿Comenzamos proyectos con entusiasmo y los abandonamos? ¿Nos sentamos a hacer planes que nunca cumplimos? ¿Dependen nuestras decisiones de lo que otros aprueben? ¿Pensamos que la vida sólo tiene sentido si se vive en lo extremos? ¿Estamos siempre tan ocupados que ya no recordamos qué nos motiva?  Todo esto puede ser señal de que algo no funciona del todo bien en nuestra estabilidad.

Segundo, buscar ayuda, consejo sabio para aprender nuevos patrones de vida interior.  Hay que aceptar que no podemos cambiar lo que traemos de nuestro pasado que pudo haber provocado inseguridad y necesidad de encontrar estabilidad en lo externo. La vida interior es posible mejorarla  a través del aprendizaje y el apoyo de otros.  Sin embargo, hay que recordar que los cambios internos permanentes sólo puede realizarlos Dios por medio de la renovación espiritual de nuestro entendimiento.

A veces, cuando he estado en México, me pregunto si debo enfrentar la montaña rusa para demostrarme y demostrarle a mis amigos que ya perdí el miedo.  Pero no ha sido necesario.  Ya entendí que el sube y baja no es funcional en la vida, sólo en el parque de diversiones.

Más que real

Este es otro de mis cuentos publicado en La voz en la mano, 2003.

Más que real

Como llegó desde el alba, Diógenes pudo verlos a todos tomar su lugar, en jugada aleatoria, en silencio unos, con una sonrisa forzada otros; pero con la misma sensación de impotencia y temor; un temor que casi se podía tocar con la yema de los dedos. Eran compañeros de incertidumbre, alimentando entre ellos un sentimiento de solidaridad nacido de la angustia, de la expectación, con una mirada que  comunicaba pánico ante la posible aparición de la muerte.

Con esa paciencia de quien no tiene algo mejor que hacer, se entretuvo posando, sin disimulo, sus ojos de miel en cada uno, tratando de imaginar lo que pensaban, pues lo que les había llevado allí era obvio.  Igual que él, esperaban.  

La mujer del traje verde se sentó, después de saludar con cortesía no fingida, propia de una señora de buenas costumbres. No lograba enfocar su atención en lo que le rodeaba. Su mente, habituada a divagar entre el pasado y el presente, trataba de espantar los recuerdos que se desplegaban ante ella con insistencia:  el noviazgo, la luna de miel en aquella isla del Caribe, los años de enfermedad.  

Y se obligaba a volver al hoy, por breves momentos, a la inquisición de esos ojos claros en la esquina que la miraban con fijeza. Recorrió la sala de espera y desechó con rapidez la idea de morgue que se le vino. Total, ya era la quinta cirugía a que se sometía su esposo en ocho años.  Ya debía estar acostumbrada al olor a asepsia, a las batas blancas, a las voces casi mudas, a los pasos tenues; pero, no, no lograba encontrar solaz en lo conocido y menos en lo que no se puede conocer.

Maruquel Artiga fue la tercera en traspasar la puerta de vidrio. Buscó una silla cerca del ventanal, pues el calor, aunque el aparato de aire acondicionado funcionaba a toda capacidad, le parecía asfixiante. No se le ocurrió que eran ideas suyas. Sacó el libro de Salmos que había llevado y trató de leer. Fue el consejo que le dio su madre y ella siempre consideró importantes sus recomendaciones. Pero era inútil. Las letras se mezclaban unas con otras y formaban palabras nuevas, incoherentes, imposibles. Todas  se le antojaban un gran dedo índice acusador, amenazante. Todas  le decían que el accidente sobrevino por su culpa.  

Ella sabía, como sus hermanas, sus vecinos y su entorno inmediato, que su padre no debía arriesgarse a caminar por el jardín y menos en un día de lluvia. Justo como esta lluvia que comenzó a caer en el momento que ella racionalizaba el haberlo acompañado a cortar las rosas. Pero, ya había escampado. La tierra estaba mojada y su padre resbaló. A su edad, una fractura en la cadera, o en cualquier parte, implicaba un riesgo incalculable, tal como le indicó la voz fría e indolente del galeno.

Por lo menos, no la podrían acusar de no estar allí, esperando. Le molestó darse cuenta, de repente, que sólo ella estaba en la, ahora fría, sala del hospital; ni sus hermanas, ni sus vecinos; sólo ella aguardaba el resultado de la operación.

Trató de concentrarse en los Salmos, mientras la imagen de su mamá le rogaba que cuidara a su papá cuando ella muriera. ¿Sería un truco de su imaginación o le pareció que emergía un atisbo de reproche en sus palabras?

“Este debe vivir ocupado”, consideró  Diógenes en su juego mental cuando apareció  Wilson Díaz, con paso distraído, marcando frenético en un celular de última generación. No había que tener mucha inventiva para pensar eso de él. Sus ropas indicaban que era un ejecutivo o un empresario. Su camisa era blanca, impecable, y su corbata azul cobalto no resultaba chocante por la sobriedad del saco y el pantalón negros. Se sentó dos sillas después de la señora del traje verde, que cerrados sus párpados aparentaba dormir.

Wilson Díaz no dedicó ni cinco segundos de urbanidad a sus desconocidos compañeros y aplicó su pensamiento a la combinación de cálculo y astucia que le había llevado a ese lugar:  “Detesto los hospitales tanto como a la tacaña de mi jefa; pero fue una buena idea venir a velar para que su familia crea que soy un empleado abnegado y le contará de mi interés. Ya sólo falta un mes para la evaluación de desempeño y sé que esto me ganará puntos con la vieja”. Cierto que era una cirugía menor, sólo un lipoma en el brazo, y hasta su hijo dijo que llegaría más tarde, pero una de sus máximas era que en el amor, en la guerra y en la adulación, todo se vale.  

Volvió a ocuparse de su celular para practicar con total dedicación el juego que le enseñó su nueva secretaria. Era innegable que daba la impresión de ser un esforzado y exitoso hombre de negocios, consagrado hasta en un momento como ese a su trabajo.

En el fondo del salón, justo al lado de Diógenes, dos funcionarias atendían lo administrativo, ajenas a los pensamientos de las personas que aguardaban noticias. Ya estaban acostumbradas a las caras tristes, de angustia, esperanza y desesperanza de los familiares y amigos, y mientras les llegaba la información del personal de quirófanos, conversaban contentas de las ofertas de su almacén favorito y de las últimas peripecias con sus niños pequeños. Ni siquiera les parecía importante el hecho de que los que esperaban no sabían quién había entrado a cirugía o quién seguía en turno. Para ellas, era un día como otro.

Las horas marchaban con puntualidad inexorable y el silencio necesitaba con urgencia un descanso. Como si lo adivinara, Diógenes decidió aliviar la tensión y hacer un comentario para provocar el intercambio de opiniones.

-¡Cómo llueve hoy! – exclamó, y enseguida se reprendió por ser tan poco original.

Pero fue suficiente. Al unísono, como un dique que se desborda al tocar un botón, sus tres compañeros atropellaron sus voces.

-Es el clima más absurdo del mundo – comentó Maruquel. – Se supone que estamos en verano y no para de llover.

-Así sucede en el trópico – acuñó Wilson Díaz, con suficiencia. 

-Es la quinta operación que sufre en ocho años – espetó con voz suave la señora del traje verde-, los médicos dicen que esta es la última, que este bypass será el que corrija del todo el problema del corazón. Si ustedes lo hubieran conocido cuando recién nos casamos, hace ocho años; era un hombre joven, todavía lo es, aunque la enfermedad ha minado sus fuerzas, apuesto, lleno de sueños y de deseos de triunfar. Fuimos de luna de miel al Caribe y, al regresar, se manifestaron los primeros síntomas; y todo cambió. Pero yo he sabido mantener mi lugar y he estado con él, como repetimos en los votos: en las buenas y en las malas, en la salud y la enfermedad.

Regresó el silencio y Diógenes se arrepintió de haber abierto la boca. Nadie supo más que decir algunas palabras de consuelo a la señora de verde, que había retomado su mutismo un tanto avergonzada, como suele suceder cuando uno descubre mucho de sí ante extraños.

Un vendedor ambulante salvó el momento.  Galletas, dulces, chocolates, pastillas de menta y hasta lentes de sol, se ofrecían como un abanico de oportunidades. Maruquel optó por un chocolate, justificando ante su madre que las endorfinas liberadas por el manjar le ayudarían a mantener la calma.  Wilson Díaz escogió unos confites con forma de ositos; le recordaban su infancia cuando sus padres lo consentían y le repetían que sería alguien. La señora del traje verde no compró nada, todavía apenada ante los demás. Diógenes se aprovisionó con galletas, maníes y chicles. Aún faltaban acontecimientos.

-Los familiares de Ricardo Artiga –llamó una de las recepcionistas.

Maruquel se levantó a toda prisa y escuchó las buenas nuevas de que su padre ya estaba en la sala de recobro y que dentro de un par de horas podría verlo. Todo había salido bien y el doctor hablaría con ella más tarde.

Con sus cuarenta y cinco años, Maruquel no pudo evitar llorar como una niña. Se despidió de sus acompañantes con una sonrisa y salió agradeciendo a Dios y prometiéndose que cuidaría mejor de su papá. “No te preocupes más, mamá, no lo voy a dejar ni a sol ni a sombra”.

En lo alto de la pared que estaba frente a las sillas, la administración del hospital había colocado una televisión para entretener o serenar a los que esperaban. Lo irónico, por no decir estúpido, es que la mantenían encendida, pero sin volumen, como respetando el ambiente estéril del nosocomio. Esto cambió cuando Wilson Díaz, aburrido del celular, sin golosinas para comer y sin el mínimo deseo de enfrascarse en una conversación fútil con el joven de los ojos claros, que era el único hombre allí además de él, decidió ver algún noticiero internacional. Todos agradecieron, en secreto, la acción del joven arrogante, porque habían llegado ya al punto, clásico en esas situaciones, del tranque emocional.  No querían mirarse, ni hablar de sus problemas, ni criticar al hospital, médicos o gobierno.

El arribo del hijo de la jefa de Wilson Díaz coincidió con el anuncio a los familiares de Andrés Valle de que la cirugía había sido un éxito.  Estaba en cuidados intensivos para observación y el cardiólogo conversaría más tarde con ellos. La señora del traje verde recibió la noticia con emociones encontradas. Lloró con profusión, suspiró aliviada y, tal como le sucedió antes, se desbordó en un exabrupto verbal.

-Ahora sí, nadie me va impedir que lo deje y comience una nueva vida. Estoy cansada de medicinas, dietas, dolor, médicos, salas de espera.  He sido una buena esposa, he guardado todos los votos. Ya cumplí todas las promesas habladas, escritas y por escribir. Pero ya no más. Soy joven, tengo derecho a ser feliz, a alcanzar mis sueños.  Si salió bien de la operación, entonces que se busque a otra que lo cuide o que haga su vida solo. Ya está decidido, me voy.

Y dicho esto, se fue.

Surgió un incómodo silencio mientras se filtraba por las ventanas cerradas el reflejo del resplandor de un sol que disfrazado de lluvia anunciaba su pronta partida para dar paso a un nadir quieto, propicio para la espera.

Apenas le dio tiempo a Wilson Díaz para saludar al hijo de su jefa, con todas las demostraciones obligadas de apoyo y de caridad, cuando entró el Dr. Vega-Ayala. En todo el día, era la primera vez que un médico aparecía para dar información sobre un paciente de cirugía. Se acercó al hijo de la jefa y, con voz un tanto temblorosa, le explicó que su madre había sufrido una extraña reacción contraria a la anestesia, que esas cosas pasan con poca frecuencia, que intentaron por todos los medios, pero que no habían logrado estabilizarla y murió en la mesa de operaciones.

Wilson Díaz vio escaparse con el alma de su jefa, tal como se marchaba en ese instante su alterado hijo, su oportunidad de ascender en la compañía. Se lamentó de su suerte, pero con la prontitud propia de los ambiciosos que son, al mismo tiempo, torpes emocionales, salió detrás del hijo, con la brillante idea de que por ser el único, debía aprovechar el momento. Total, todo se vale.

Desde el alba hasta el atardecer. Ha sido un día productivo para Diógenes. Su decisión de ir al hospital y observar a las personas en la sala de espera dará excelentes resultados. Tenía material de sobra para su próxima novela. Sus nuevos personajes le arrancarían la vida a sus compañeros de hoy.  

Se levantó de su lugar en la esquina, tomó su maletín y caminó hacia la salida. Desde que combinaba su carrera de periodista con su verdadera pasión, la escritura, apostarse en lugares clave para ver y percibir a la gente se convirtió en una de sus estrategias para recopilar datos que le ayudaran no tanto en la trama como en la construcción de sus protagonistas. Hasta ahora le funcionó y cosechó frutos que le brindaban gran complacencia.  Sus dos primeras novelas eran del tipo light, historias un tanto simples, con personajes simpáticos siempre felices y finales de triunfos resonantes. La que se proponía escribir ahora la deseaba más dramática, más realista. 

Al fin en casa, después de un baño refrescante y una comida de microondas, decidió que estaba listo para escribir. Se sentó, abrió su libreta de apuntes y repasó sus anotaciones. Sin embargo, las imágenes de las caras, las lágrimas, la preocupación casi tangible en el ambiente del hospital, le provocaron una triste lasitud que comenzó a invadir su interior. Se preguntó de dónde o por qué surgía esa tristeza, esa sensación de desamparo. Y entonces reconoció que su libro jamás podría reflejar con exactitud las miserias, las bondades, la pequeñez y la grandeza humanas.