Los traumas del pasado pesan. Es impresionante descubrir cómo las personas enfrentan su presente con lentitud de pasos cansados y miran hacia el futuro con temor e incertidumbre a causa de eventos de su historia pasada que se convierten en lastre, en sombra permanente de dolor.
¿A qué tipo de situaciones me refiero? Pues, desde el terror de una infancia bajo el látigo del maltrato, hasta enfermedades o pérdidas o catástrofes; pasando tal vez por problemas que surgieron como consecuencia de acciones anteriores. Todas estas pueden ser motivo en el presente de un peso invisible sobre la espalda que impide la sensación de vivir en libertad, la posibilidad de utilizar los talentos y recursos más que para sólo soñar: para hacer realidad ilusiones, para disfrutar la abundancia de vida que ha sido dispuesta para el ser humano.
No sólo las conductas y actitudes se ven afectadas por las situaciones traumáticas del ayer, sino también nuestras estructuras cognitivas y, aun, nuestra esencia espiritual. Los problemas de comportamiento se traducen en dificultades para funcionar de manera adaptativa en las diferentes áreas de nuestra cotidianidad, como el trabajo, los estudios, las relaciones interpersonales, etc. Nos encontramos, por ejemplo, con jóvenes disfuncionales que reaccionan negativamente a la autoridad; mujeres que han sufrido maltrato y ahora se aferran patológicamente a relaciones que las denigran o las hacen codependientes. O, también, hombres que tienen temor de atreverse a salir de la mediocridad por tener ideas de impotencia y poco valor.
La vida emocional se ve atrofiada por sentimientos ambivalentes de esperanza y desesperanza; por la aprensión creciente hacia las intenciones de los demás y hasta las propias. El incremento de la depresión, estrés postraumático y trastornos del estado del ánimo se relaciona estrechamente con experiencias pasadas teñidas de frustración y sufrimiento.
Los traumas del pasado también se enquistan en el cuerpo y la ciencia asocia en la actualidad muchas condiciones de enfermedad física con factores desencadenantes que tienen su origen en algún acontecimiento antiguo que ha dejado una huella en apariencia indeleble.
¿Se puede superar esto? La respuesta debe ser un rotundo sí.
Hay acciones que podemos tomar y que dependen básicamente d nosotros. En primer lugar, enfrentar con objetividad, y tal vez algo de dureza, que nuestro pasado se ha convertido en un obstáculo y nos causa dolor. Segundo, buscar ayuda; es decir, conversar con alguna persona que pueda tener un consejo sabio o tan sólo un oído atento. Hablar, vaciar el alma puede ejercer una función liberadora. Tercero, perdonar. Perdonar a los victimarios del ayer o a nosotros mismos por los errores cometidos. Cuarto, tomar decisiones que impliquen un nuevo rumbo de conductas o actitudes; atreverse a emprender un mejor estilo de vida, caracterizado por la esperanza y el optimismo. La mejor decisión es no vivir aferrada la mente y el corazón a un ayer que no sólo no volverá, sino que ya no tiene por qué afectar nuestro presente.
Una acción que le compete sólo a Dios es la sanidad total tanto del alma como del espíritu. Dios puede llegar allá donde la psicología y la buena voluntad se estancan: a la raíz donde se ha entronizado el temor, el rencor, las dudas y la desconfianza. Se trata ahora de entregarle ese pasado. Él dijo en Su palabra que echa tras sus espaldas nuestros pecados, que deshace como a nube nuestras rebeliones, trae gozo en lugar del luto.
Vivir en el pasado es una opción nada saludable. Podemos, más bien, mirar el presente como un regalo divino y aprovechar cada día, cada momento como si fuera el último. Podemos decidir que de ahora en adelante nuestra vida será diferente porque el ayer tiene un lugar no dominante en nuestro hoy.