Nos conviene perdonar

Erika Harris

Mucho se ha dicho sobre la influencia de las emociones en lo físico.  La condición de ser integral se observa en el hecho de que lo que nos sucede en el alma, el espíritu o el cuerpo tiene relevancia en todo lo que somos y hacemos.  Los agravios, ofensas y el daño que nos hacen otras personas afectan, generalmente, nuestros sentimientos; pero el no perdonar puede causar más estragos en nosotros que la ofensa original.

El perdonar se puede comprender como la acción de remitir, o anular, una ofensa, deuda o daño.  Es interesante reconocer el papel de la subjetividad  en la percepción de las ofensas; a veces sucede que la otra persona ha actuado sin intención de lastimarnos, pero interpretamos que sí El problema central con el perdonar es que lo asociamos con sentimientos; pensamos que tenemos que sentir el deseo de perdonar a nuestros ofensores.  Sin embargo, aunque suene gastado, es cierto que el perdón es un acto de nuestra volición, es decir, una decisión voluntaria.

No perdonar se acompaña de una espiral de emociones que, tarde o temprano, afecta todo en nuestra vida.  Nace el rencor, la ira y aun deseos de venganza contra el ofensor.  Además, estos sentimientos y actitudes negativas, también conducen a conductas que nos perjudican; por ejemplo, podemos tender a aislarnos para evitar encontrarnos con la persona o los lugares y circunstancias que nos la recuerdan.  Otras consecuencias de no perdonar incluyen el peligro de asumir una postura de víctima que lesione nuestra funcionalidad como personas; y, también, el surgimiento de lo que la Biblia denomina raíces de amargura que contaminan nuestro interior y también nuestras relaciones interpersonales.

Debe quedar claro que perdonar no implica la negación de la ofensa recibida.  Esta negación es simplemente otra cara, una más escondida, del rencor.  Es saludable reconocer que lo que ha acontecido nos ha lastimado y tratar de comprender por qué nos sentimos heridos.  Cuando analizamos lo sucedido nos abrimos a la posibilidad de encontrar que nuestra subjetividad tal vez nos ha llevado a interpretar un acto como una ofensa intencional cuando no ha sido así.  También necesitamos recordar que todos somos falibles y que la persona que nos ha hecho mal tiene sus propia historia de dolor, su propias características que han propiciado sus decisiones equivocadas.  Con esto no pretendo decir que hay que justificar la ofensa como tal, pero sí recordar que no hay persona perfecta, incluyéndonos a nosotros mismos.

La falta de perdón se encuentra en el centro de condiciones emocionales y físicas perturbadoras; es la raíz de problemas familiares que se suceden de una generación a otra; subyace debajo de conflictos comunitarios, sociales e, inclusive, internacionales.  El orgullo puede ser el gran obstáculo que nos impida ser libres a través del perdón.

El Señor Jesús habló mucho acerca del perdón como una acción importante no  sólo en el ofensor, sino en el ofendido.  Y es que el Señor, como conoce la naturaleza humana, sabe que nos quedamos atrapados en sentimientos destructivos cuando decidimos no renunciar al deseo de venganza contra la persona que nos ha herido.  

Aunque no olvidemos el agravio, ni sintamos una emoción básica que nos anime a perdonar, la decisión de hacerlo produce en nosotros una disminución de la carga emocional que traía consigo la ofensa y, por lo tanto, las consecuencias negativas van despareciendo.  

Se dice que cuando perdonamos logramos bienestar físico y psicológico, que nos sentimos mejor con nosotros y los demás.  Pero el perdonar también nos genera paz espiritual porque implica un paso de obediencia a Dios.  Él nos manda a perdonar así como Él nos perdona.

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