Facundo Ponzziano

  Cuento de mi libro La voz en la mano

Tenía cara de nudillo artrítico: arrugada, deforme y protuberante. Sin embargo, no repelía, ni causaba repugnancia. Es más, los surcos horizontales debajo de sus ojos cansados, la sonrisa fácil, la dentadura perfecta y resplandeciente, ejercían una irresistible atracción.

Facundo Ponzziano. Hasta su nombre combinaba con su fama de individuo especial desde que era un crío.

Cuando lo mirabas, te daba la impresión de estar frente a alguien conocido, familiar, aunque nunca lo hubieras visto o hablado con él.

Facundo Ponzziano se dio cuenta de su insólita gracia o maldición, según variadas opiniones, a los escasos diez años. Su madre lo notó desde antes, cuando a los dos días de nacido lo escuchó reír  mientras ella reía  por una de las gracias de su hija mayor. Como cualquier hombre sensato, el padre le dijo que no, que no se había reído, que fue sólo un reflejo involuntario. Pero ella estaba segura, y el tiempo  le dio la razón.

Desde niño, Facundo Ponzziano absorbía las emociones ajenas; el júbilo, las tristezas, los enojos, los asombros. Las compartía, las asimilaba y se le enredaban en cuerpo y alma. Esto sucedía cuando las personas se encontraban por lo menos en un radio de dos metros cerca de él.

Para la gente de Villaciti, esta cualidad tan exclusiva fue al principio un suceso casi circense, al punto de que se acercaban al chiquillo sólo para ver cómo su carita se amoldaba a la conmoción circundante, casi siempre sorpresa acompañada de asombro  y alegría. Pero cuando descubrieron que Facundo Ponzziano no sólo proyectaba sus emociones, sino que se las quitaba, se quedaban prendadas de su piel, sus manos y su rostro de ángel y ellos se vaciaban de alma como licor que se decanta desde una bota de cuero, se fueron alejando de él; sobre todo, en las ocasiones felices de su existencia.

Pero algo aprendieron con rapidez: acercarse al niño, luego joven, luego adulto, cuando estaban tristes, enojados, con temor o angustia. Así, la cara feliz se fue transformando en esa faz marchita, agotada, mezcla de dolor y sonrisa perfecta.

La madre poco pudo hacer para protegerlo porque  los vecinos iban a encontrarlo a la salida de la escuela, lo buscaban en la iglesia, aprovechaban sus viajes en autobús;  lo cercaban día y  noche.  Juan Carlos Gómez, famoso por su carácter colérico, se le acercaba cuando estaba por pegarle a Marisol Argüelles, su concubina de cuatro años impetuosos. El enojo desaparecía como por encanto y apresaba a Facundo Ponzziano, dejándolo irascible, con el ceño fruncido y el corazón amargado.

La tristeza invernal de Julia Figueroa, se le impregnaba  cuando entraban las lluvias y él la rehuía por los rincones oscuros de las calles mojadas, pero ella lo acechaba tras el augusto ceibo del jardín de su casa. Y su alma se abatía hasta la muerte, ayunaba con malestar innombrable y lloraba con melancólica desilusión.  

El colmo era el Padre Arnoldo quien cada cierto tiempo, cuando las cuitas escuchadas en el confesionario doblaban su espalda, enlutaban su sonrisa, decepcionaban su esperanza o cimbraban su fe, mandaba llamar a Facundo Ponzziano, lo tomaba de la mano y le decía: – El buen Dios te puso para que compartieras mi carga.

Fue en uno de esos días de carga compartida con el cura, que Facundo Ponzziano se desmayó. Tenía ya 30 años y aparentaba 60 mal vividos. El médico fue rotundo: sus riñones estaban lastimados, su corazón arrítmico, sus articulaciones inflamadas por ansiedad, el cabello ralo y encanecido, y la piel reseca, proclive a la descamación. Lo más peligroso era el estado cardiaco, en cualquier momento podría tener un infarto, por la arritmia y la hipertensión.  

La mamá llorosa y el papá furibundo, buscaron la ayuda del alcalde de Villaciti. Se convenció a los pobladores  de que dejaran tranquilo a Facundo Ponzziano. A partir de entonces, la gente no se le acercaba tanto y mucho menos para tocarlo. Recuperó la salud. Al fin se podía apreciar su verdadera edad, su cara apuesta exhibió sus pocos años y sus muchas ilusiones.

Esto pasó en el tiempo en que conoció a Moraima Duque. Ella era preciosa. Su cabello negro, con el brillo del azul nocturno; su boca fresca; la piel de tersura casi púber; los ojos de profundidad inescrutable; la voz, sonido armonioso de flauta y violonchelo. La enamoró con los versos tristes de lluvia de José Ángel Buesa, con los sonetos de amor de Neruda, con los poemas excepcionales de Cortázar.  

La amaba porque ella era y tenía todo lo que él no. Facundo Ponzziano era callado, tímido, un tanto inseguro y desconfiado; Moraima Duque era arrolladora, segura, y controlaba todo lo que le concernía. 

Como ya nadie le traspasaba sus emociones, se sintió curado, se casó con ella, y se fueron de Villaciti a buscar una vida que Facundo Ponzziano presentía en un lugar lejano, donde no nacieran los niños con atributos nefastos que les cercenaran el ansia de vivir, las ganas de llorar y reír, el anhelo hasta por sufrir, pero por las penas propias.  

Dos años después regresaron al pueblo.  Los padres de Facundo Ponzziano prepararon una gran fiesta; alborozados porque su hijo había logrado ser feliz y regresaba para que conocieran a su nietecita.

Facundo Ponzziano fue recibido con genuino regocijo por los vecinos. La madre lo miraba anhelante y respiró tranquila cuando lo vio contento. Pero su alegría duró poco. Era un veneno de sangre. En la cara de la bebé asomaba aquel inconfundible rastro del nudillo.

Erika Harris / La voz en la mano / Editorial Signos, 2003